Cuentos

El campito

Cobre me enseña unas fotos. Serán de hace tiempo. En un campito con su familia. Tiene tierra, el campito. Tierra y un bordezuelo que, en línea recta recorre su lado derecho, paralelo a un muro que, al fondo de la foto, recorre y cierra el lado izquierdo. Entre el bordezuelo de piedra y el muro una distancia de cinco metros o menos. Más cerca del bordezuelo que del muro hay una serie de árboles, rodeados éstos con su propio bordezuelo y separados entre ellos un metro más o menos. En la foto sepia, repentinamente se me van apareciendo caras, una aquí y otra más allá, que, de entre el grupo de personas comiendo, bebiendo y hablando, me resultan conocidas. Como si se tratara de una divertida casualidad, en una foto hecha en un tiempo en que aún no nos conocíamos, Cobre y yo, reconozco personas cercanas a mi en ese tiempo, mi niñera, amigos míos… e incluso poco a poco entreveo otras personas con las que poco tiempo puedo estar cómodo, amiguetes del marido de la hermana de mi padre, gente “simpática”, con los que no me llevo muy bien, gente cuyos hijos eran invitados a mis cumpleaños de pequeño sin quererlo yo.

Cada vez reconozco más caras y en el campito me doy cuenta de que también él me resulta familiar. Andando por el bordezuelo recuerdo que ya he estado allí, de pequeño, con mi familia en un “día de campo”. Para asegurarse de que es verdad, Cobre pregunta a mi abuelo, que le responde negativamente, le responde que yo nunca he estado en este campito. Mi abuelo es viejo, y habla sin saber. La única forma de saber si mi recuerdo es real es preguntárselo a mi padre, pero desgraciadamente en este momento está durmiendo la siesta en una cama de matrimonio en mitad del campito, con la cabecera pegada al muro, y tengo que esperar allí sólo.

Para entretenerme en la espera juego subiéndome al bordezuelo de un árbol, y agarrándome a su tronco con un brazo me balanceo. Yendo de un árbol a otro, me alejo cada vez más de la cama de mi padre y me informan sobre un niño pequeño que, al nacer, tenía las extremidades demasiado cortas. Los médicos, para remediarlo, cortaron longitudinalmente sus brazos y piernas a varias alturas y entre estas secciones dispusieron rodajas de embutidos y latas de conserva oxidadas, añadiendo así a los miembros más longitud y alcanzando éstos la medida normal para un ser humano. Desde entonces lucía entre la mano y la muñeca del brazo derecho rodajas de chorizo, en el primer tercio del brazo izquierdo y al final del muslo derecho, latas antiguas parcialmente oxidadas de pimientos rojos y ventresca de atún respectivamente, a la altura del tobillo izquierdo gruesas lonchas de choped, etc.

Sigo jugando con los árboles y, más adelante, encuentro un hombre medio vagabundo, ataviado con un abrigo gordo y viejo con la capucha cubriéndole la cabeza, que frie a solas en una sartén calentada por un fuego que arde en un bidón ennegrecido, cinco o seis huevos. La mitad de cada huevo está ya frita pero la otra mitad aún conserva el cascarón intacto. Pero el huevo frito no me gusta en especial así que me alejo de allí.

Entonces, por fin, llamo muy excitado a Cobre y le explico que mi padre ya se despertó y que me ha confirmado que, siendo yo niño, estuve en ese campito pasando el día. Le comento también lo del niño de los embutidos y las latas pero no le sorprende porque ella ya lo había visto en su casa conmigo hace algún tiempo, antes de enseñarme la foto sepia del campito y antes de que yo visualizara en ella a su abuelo en algún pueblo de la España profunda cargando con un saco de varias kilos de embutidos que entrega en la carnicería con puertas de cristal.

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