Cuentos

Cryptic writing II


Dungeons that creep out the me inside and the ocean never wanted. Splitted fire from the bed and take she wanted no doing it but he instead did, sure. Coming as the ash tray she and him as the unlike event from happened to done saying " like me as if…" "As if…" thought him with no muscular ambition but to redeem working class five or more mats from the table to the wall.

But then. But then even castles behind the bars of that ancient bed where both crying riding a bike was always easy, besides, this shelter would not had a red-skinned flat skippet. Lips but lines. Wood and hand-made process by in which the real state should stayed sand and everything round. 

Bed broken chair, wood no more than small water and big boat shoes that raisin could and did death bad.

Cryptic writing I


Clever, too clever maybe. I didn't furthy understand but even against he told me fur: "Didn't you call the importance of being idle" and frashimbely I announced: "As I am you told me fully understand a thing you said" And so go on, and go on until somehead replied a quarter incoming mail box from the office, so go on.

¡Never! With bits but feeling lonely in this dark cold minded roam of parietal feeling. Ethanol uncomfortably telling nunm while feeling like taking place on something numb. 

Furthy clothes.

23:39

No pienses en un elefante rosa.


Últimamente se habla mucho de ingeniería genética. (Demasiado, en mi opinión. ¿Qué tiene que decir la ingeniería genética sobre las cuestiones realmente  importantes? como ¿de dónde venimos? o ¿por qué nos parecemos tanto a nuestros padres?) Pero las historias de amor que merece la pena contar siempre empiezan de la misma forma.

-¿Cómo te voy a reconocer?
-Cuando me veas, lo sabrás.

Así que ahí está la chica, lleva ya diez minutos esperando en la plaza de tal y cual vistiendo una falda con la etiqueta por fuera y un libro de “Introducción al Photoshop para los amantes de los animales” en la mano. Lleva diez minutos mirando a los paseantes, a los compradores, a los paseadores de perros, a los compradores de perros, a los niños y los empleados municipales. Está intentando saber que lo ve, a ese “cuándo me veas, lo sabrás”, pero resulta tan difícil como no pensar en un elefante rosa cuando alguien te dice que no pienses en un elefante rosa. 

Pasa un paseante con una rosa en la hebilla del cinturón. Ella lo mira ilusionada, pero el paseante pasa paseando. 

Pasa un comprador con una llamativa chaqueta rosa y un pin de un elefante. Ella lo ignora, seguramente será solo un ingeniero genético. 

Pasa un perro.

Pasa un empleado municipal con un huevo de gallina encima del sombrero. Ella lo ve desde lejos y lo mira, ya de cerca. Él le devuelve la mirada. No la quiere. Nada.

Al contar otros diez minutos la chica está desesperada. Son las diez y diez y lleva allí desde las diez menos diez. Gran cambio matemático, una espera pasando muy pesadamente. No sé, tal vez fuera el paseante de la rosa. O el hombre del huevo. Incluso puede que fuera el ingeniero genético, que se sentó en un banco no muy lejano y allí sigue.

La chica, cansada de buscar con la mirada, cansada de rosas, de hebillas, de huevos, de perros, de elefantes, de ingenieros, empieza a leer el libro que ya le empezaba a parecer un peso muerto.

Pasan muchos paseantes, muchos paseadores, muchos ingenieros y muchos compradores y ella casi se ha terminado el libro. Levanta una última vez la mirada para descubrir que hay un hombre delante de ella. La está mirando con una sonrisa rara y tiene el corazón al descubierto. Ella lo mira y el libro espera. No lo reconoce y vuelve al libro.

Así es como empiezan las mejores historias de amor entre los amantes de los animales y el diseño digital.

Estudio sobre el huevo, 1813.

Parece ser que, en 1813, en Islandia, se hizo muy popular un texto en verso dedicado exclusivamente al análisis del papel del huevo en las distintas culturas, desde la occidental hasta la Papúa, bajo un punto de vista principalmente antropológico. Se estudiaban los ritos en los que el huevo tenía un papel protagonista como el ritual de sacrificio oval de los Mmtonbe o la quema de huevos durante la edad media en Inglaterra. Al final, a modo de anexo, se mencionaban los distintos modos de conservación y manipulación de los huevos.

Lamentablemente los 7.460 versos (el doble que el cantar del Mio Cid), que se transmitían de forma oral, se perdieron en el olvido tras la epidemia de amnesia de 1814.

Ampliación:

A petición de una lectora amplío la información sobre la epidemia de amnesia de 1814. Todos los datos de esa epidemia de olvidaron pero sabemos de su existencia por una mención en el conocido estudio de la sociedad islandesa del siglo XIX de Ólafur SigBjörnsson, escrito en 1941. EL texto dice lo siguiente:

"...Síðar varð Ísland. Noregskonungur 1813-1814 var mjög áhugasamur um að yrðu norsku Ísland með góðu eða illu. Á Alþingi sumarið 1000 ákváðu Íslendingar að taka kristni að fyrirnefnda sambandi ljósvetningagoða sem þó var ásatrúar sjálfur fram að því...Ufff!"

Se sabe que esta epidemia fue especialmente grave ya que
SigBjörnsson explica que al menos 1000 ciudades fueron totalmente olvidadas.

El campito

Cobre me enseña unas fotos. Serán de hace tiempo. En un campito con su familia. Tiene tierra, el campito. Tierra y un bordezuelo que, en línea recta recorre su lado derecho, paralelo a un muro que, al fondo de la foto, recorre y cierra el lado izquierdo. Entre el bordezuelo de piedra y el muro una distancia de cinco metros o menos. Más cerca del bordezuelo que del muro hay una serie de árboles, rodeados éstos con su propio bordezuelo y separados entre ellos un metro más o menos. En la foto sepia, repentinamente se me van apareciendo caras, una aquí y otra más allá, que, de entre el grupo de personas comiendo, bebiendo y hablando, me resultan conocidas. Como si se tratara de una divertida casualidad, en una foto hecha en un tiempo en que aún no nos conocíamos, Cobre y yo, reconozco personas cercanas a mi en ese tiempo, mi niñera, amigos míos… e incluso poco a poco entreveo otras personas con las que poco tiempo puedo estar cómodo, amiguetes del marido de la hermana de mi padre, gente “simpática”, con los que no me llevo muy bien, gente cuyos hijos eran invitados a mis cumpleaños de pequeño sin quererlo yo.

Cada vez reconozco más caras y en el campito me doy cuenta de que también él me resulta familiar. Andando por el bordezuelo recuerdo que ya he estado allí, de pequeño, con mi familia en un “día de campo”. Para asegurarse de que es verdad, Cobre pregunta a mi abuelo, que le responde negativamente, le responde que yo nunca he estado en este campito. Mi abuelo es viejo, y habla sin saber. La única forma de saber si mi recuerdo es real es preguntárselo a mi padre, pero desgraciadamente en este momento está durmiendo la siesta en una cama de matrimonio en mitad del campito, con la cabecera pegada al muro, y tengo que esperar allí sólo.

Para entretenerme en la espera juego subiéndome al bordezuelo de un árbol, y agarrándome a su tronco con un brazo me balanceo. Yendo de un árbol a otro, me alejo cada vez más de la cama de mi padre y me informan sobre un niño pequeño que, al nacer, tenía las extremidades demasiado cortas. Los médicos, para remediarlo, cortaron longitudinalmente sus brazos y piernas a varias alturas y entre estas secciones dispusieron rodajas de embutidos y latas de conserva oxidadas, añadiendo así a los miembros más longitud y alcanzando éstos la medida normal para un ser humano. Desde entonces lucía entre la mano y la muñeca del brazo derecho rodajas de chorizo, en el primer tercio del brazo izquierdo y al final del muslo derecho, latas antiguas parcialmente oxidadas de pimientos rojos y ventresca de atún respectivamente, a la altura del tobillo izquierdo gruesas lonchas de choped, etc.

Sigo jugando con los árboles y, más adelante, encuentro un hombre medio vagabundo, ataviado con un abrigo gordo y viejo con la capucha cubriéndole la cabeza, que frie a solas en una sartén calentada por un fuego que arde en un bidón ennegrecido, cinco o seis huevos. La mitad de cada huevo está ya frita pero la otra mitad aún conserva el cascarón intacto. Pero el huevo frito no me gusta en especial así que me alejo de allí.

Entonces, por fin, llamo muy excitado a Cobre y le explico que mi padre ya se despertó y que me ha confirmado que, siendo yo niño, estuve en ese campito pasando el día. Le comento también lo del niño de los embutidos y las latas pero no le sorprende porque ella ya lo había visto en su casa conmigo hace algún tiempo, antes de enseñarme la foto sepia del campito y antes de que yo visualizara en ella a su abuelo en algún pueblo de la España profunda cargando con un saco de varias kilos de embutidos que entrega en la carnicería con puertas de cristal.